La visión del presente del universo está restringida a nuestro vecindario. Si la luz viaja a 300.000 km/s, tarda 1,28 segundos en llegar de la Luna (esto es, vemos una luna 1,28 segundos más vieja que la actual). Observamos un Sol tal y como era hace unos 8 minutos. La foto de Júpiter se queda más anticuada: como mínimo, será de hace media hora.
Observar el Universo es viajar en el tiempo. Si observamos el sistema solar más cercano al nuestro (Próxima Centauro), viajamos 4 años atrás. Si nos salimos de la Vía Láctea para observar la galaxia más próxima, Andrómeda, el salto se agiganta: la foto más reciente ya tiene 2,5 millones de años. Visto de otro modo: si alguien ahora quisiera y pudiera tomar una foto de un humano desde Andrómeda… lo más parecido que saldría en la imagen sería un australopiteco.
Observar el Universo es viajar en el tiempo. Si observamos el sistema solar más cercano al nuestro (Próxima Centauro), viajamos 4 años atrás.
¿Qué es lo más lejano que podemos observar del Universo desde la tierra? Teóricamente, podemos aspirar a detectar objetos y fenómenos cósmicos cada vez más lejanos y antiguos, hasta alcanzar el momento cero. La realidad no lo pone tan fácil: solo podemos conseguir imágenes de unos 300.000 años después de la creación del universo. Teniendo en cuenta que su edad es de unos 13.700 millones de años, esa foto corresponde a su más tierna infancia, una época anterior al nacimiento de las estrellas y las galaxias. No es posible ver más allá (más atrás) porque una especie de niebla densa oculta el pasado, un cosmos hecho de partículas ionizadas, secuela directa del Big Bang.
Sabemos que el universo se expande (como ya contamos, el Nobel de Física de 2011 ha premiado una de las evidencias de la expansión acelerada del universo), así que en nuestro viaje al pasado tendremos que imaginarlo cada vez más pequeño y más caliente. La foto más antigua del universo corresponde cuando era una mil veces más pequeño que ahora.
No se puede decir que resulte muy divertida. El universo aparece relleno por completo de un fondo de radiación de microondas (en inglés Cosmic Microwave Background o CMB) que, visto a grandes rasgos, es una masa monótona de partículas a 2,725 Kelvin (270,42 grados centígrados bajo cero).
Si las cámaras de fotos llevan a gala el aumento de los megapíxeles de sus sensores, también los telescopios cosmológicos libran una batalla por obtener una imagen más detallada y sensible del CMB. Tras el pionero experimento soviético RELIKT-1, no sería hasta la llegada de las imágenes del satélite COBE (lanzado por la NASA en 1989) cuando la cosmología encontró, tras años de elucubraciones, su imagen que vale más que mil palabras.
Y es que los datos de COBE mostraban un fondo cósmico casi homogéneo, pero no totalmente homogéneo (algo> es mucho si de escribir la historia del Universo se trata). COBE consiguió detectar ligeras fluctuaciones de temperatura, diferencias de apenas una cienmillonésima, entre unas partes y otras de ese aburrido fondo, que dibujaban un paisaje lleno de unos grumos llamados anisotropías.
El satélite WMAP tomó el testigo en 2001 con una imagen aún más precisa. Aportaba datos de hasta 40.000 puntos sumidos en un caos parecido al de la imagen de nieve en los antiguos televisiones mal sintonizados.
Pero obtuvieron dos conclusiones llamativas: ese caos está compuesto por un número igual de puntos fríos y calientes, aunque muy revueltos y barajados. Y a pesar de la falta de patrón, las anisotropías se correspondían con el germen de las grandes estructuras del universo actual, como galaxias y cúmulos de galaxias. Es decir, en aquella foto de infancia se reconocía ya la apariencia que tiene el universo ahora.
El próximo hito en la búsqueda de una imagen más perfecta lo aportarán los datos que ya está enviando el satélite europeo Planck. Aunque aún habrá que esperar dos años para conocer su retrato, ya nos ha encandilado con su foto de todo el cielo, que data de junio del año pasado.
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