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El grito en el cielo

Si tuviéramos que elegir un cuadro que transmita de forma eficaz la angustia y la desesperación de un ser humano, no hay duda de que “El grito” del pintor noruego Edvard Munch (1863-1944) sería una buena elección, posiblemente la mejor. Aparte del desgarrador grito que se intuye que emite el personaje principal de la pintura –el propio artista–, contribuyen al dramatismo de la escena los ondulantes cielos encendidos, de tonos naranjas y rojizos, que dominan en toda la parte superior del lienzo.

“El Grito” de Edvard Munch. Año 1893. © Galería Nacional de Oslo

Aunque muchos pintores dejan volar su imaginación a la hora de ejecutar sus obras, el factor ambiental suele reflejarse en mayor o menor medida a lo largo de la producción de los distintos artistas. En el caso que nos ocupa, hay evidencias de que los cielos que pintó Munch en su famoso cuadro (en realidad son cuatro los cuadros que hizo con idéntico motivo), forman parte de un recuerdo de juventud. Todo apunta a que llamó su atención un cielo encendido, particularmente llamativo, y que aquella visión le impactó. Los estudiosos de “El grito” parecen ponerse de acuerdo en ese detalle, para lo cual se basan en un pasaje del diario del propio Munch, donde relata una vivencia que tuvo a los 20 años de edad, y que dice así: “Paseaba por un sendero con dos amigos –el sol se puso–, de repente el cielo se tiñó de rojo sangre (…) –sangre y lenguas de fuego acechaban sobre el azul oscuro del fiordo y de la ciudad–, mis amigos continuaron y yo me quedé quieto, temblando de ansiedad, sentí un grito infinito que atravesaba la Naturaleza.”

Dando por hecho de que Munch quedó impactado por la visión de unos “cielos sangrientos”, la pregunta que surge a continuación es la siguiente: ¿Cuál fue la causa de aquellos llamativos cielos? En febrero de 2004 unos científicos de la Universidad de Texas publicaron un sugerente artículo en la revista Sky & Telescope, en el que relacionaban los cielos encendidos de “El grito” con la erupción volcánica del Krakatoa, ocurrida en Indonesia el 27 de agosto de 1883. Los autores de esta atrevida teoría volcánica pudieron certificar que, entre 1883 y 1884, los cielos de Oslo –que por aquel entonces y hasta 1925 se llamaba Christiania– presentaron con frecuencia colores rojizos muy intensos en las puestas de sol. Este fenómeno fue consecuencia de esa gigantesca erupción volcánica, que lanzó al aire una enorme cantidad de partículas que, aparte de enfriar significativamente el planeta, provocaron un cambio en la dispersión de la luz del sol, intensificándose los tonos rojizos y anaranjados.

Grabado de la erupción del Krakatoa, en Indonesia, el 27 de agosto de 1883. © Dea Picture Library

La prensa de la época se hizo eco de este hecho singular, que pudo observarse en distintos lugares del mundo. En referencia a los atardeceres vistos en Norteamérica, se podía leer en una crónica del periódico The New York Times: “Desde hace varios días, un fenómeno asombroso y bonito ha acompañado el atardecer. Se trata de la coloración rojo sangre que aparece al Oeste, a unos 10 o 12 grados de altura, justo antes del atardecer (…) El reflejo en los edificios produce un efecto similar al de las llamas.”

Volviendo a los cielos de “El grito”, el hecho de que la erupción ocurriera en 1883 y Munch pintara el cuadro diez años más tarde (en 1893), se justificaría porque la mayoría de pinturas del artista noruego reflejan experiencias pasadas. Para esos investigadores no hay duda de que aquel comentario que Munch escribió en su diario describe la vivencia que tuvo al observar uno de aquellos sangrientos atardeceres provocados por la erupción del Krakatoa. Durante 13 años, la teoría volcánica no fue cuestionada, hasta que en abril de este año (2017), unos investigadores noruegos han publicado un artículo en la revista Weather, en el que tiran por tierra la hipótesis de la erupción del Krakatoa, como causa de los cielos rojizos que Munch representó en su famoso cuadro.

Según estos investigadores, el ondulante cielo rojizo y dorado que aparece en el cuadro representa unas nubes estratosféricas polares, conocidas también como “nubes nacaradas”, que surgen a veces en la estratosfera polar y subpolar a unos 30 kilómetros de altitud. El pintor las habría observado en Christiania (Oslo). Esas vistosas nubes no son frecuentes. Se ha podido documentar que pudieron verse en la capital noruega en contadas ocasiones a lo largo del último tercio del siglo XIX, en la época en la que Munch vivió en la ciudad.

Nubes nacaradas fotografiadas desde la Antártida. © Deven Stross

Los autores del trabajo ponen en duda que los cielos de “El grito” tengan relación con la erupción del Krakatoa, ya que, aparte de no coincidir en el tiempo con el momento en que Munch pintó esa serie de cuatro cuadros, las formas ondulantes del cuadro no se justificarían por el origen volcánico. También insisten en que la visión de Munch fue una “experiencia única”, que debió de observar un solo día, mientras que los atardeceres volcánicos se sucedieron durante muchos meses seguidos. Se convirtieron en rutinarios, lo que no justifica una descripción como la que hizo Munch en su diario. Los científicos concluyen en su estudio que “cuando esas nubes nacaradas aparecen después de la puesta de sol, se acentúa su efecto psicológico por el hecho de que la mente humana en ese momento está esperando la oscuridad.” La aparición en el cielo de luces ondulantes de colores o en forma de cascada es algo que no puede venir de la mano de una erupción volcánica, y esa combinación de formas sinuosas y tonos vivos sería lo que causó una gran impresión al artista y lo que plasmó en su icónico cuadro.


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