Mucho se ha escrito en torno a la tremenda velocidad con la que avanza nuestra comprensión científica del mundo y, con ello, nuestra técnica. Los aparatos que hoy en día plagan nuestra rutina apenas eran imaginables hace unas décadas.
Si bien el hombre vive con la sensación de que la gran revolución tecnológica ha acontecido durante su periodo de vida, esta sensación se repite a lo largo de la historia: así hubieron de sentirse también los primeros espectadores de La llegada del tren de los hermanos Lumière, los primeros hombres que subieron a la locomotora de vapor y el primer hombre en ver su rostro en un daguerrotipo. Ha existido, sin embargo, lo que podemos considerar un cambio cualitativo durante este siglo en lo referente a la asimilación cognitiva y emocional de las nuevas tecnologías y sus resultados. El caso del que nos ocupamos a continuación es un ejemplo idóneo para expresar este cambio cualitativo: la bomba atómica.
Cuando el antiguo guerrero daba muerte con su espada al enemigo era, podemos considerar, capaz de asimilar el dolor causado, capaz de comprender que se estaba arrebatando una vida y elaborar, si se daba el caso, un sentimiento de culpabilidad proporcional al acto. Con los avances bélicos, desde la flecha hasta la ametralladora, el desfase entre asimilación emocional y la matanza se amplia. El punto de inflexión definitivo, no obstante, llega el 6 de agosto de 1945 con la liberación de la bomba de uranio Little Boy desde el avión B-12 Enola Gay sobre Hiroshima.
El simple acto de apretar un botón provoca la desaparición de 140000 habitantes de la ciudad nipona. El piloto encargado de sobrevolar Hiroshima no es capaz de asimilar emocionalmente las consecuencias de sus actos, el superviviente que observa la ciudad devastada, aún erguida apenas unos minutos antes, tampoco es capaz de asimilar el desastre. No estamos hablando de insensibilidad o ausencia de empatía, muchos de los participantes en el lanzamiento de Little Boy y Fat Man vivirían el resto de sus vidas sumidos en la culpabilidad, y el horror de las víctimas se vería cruelmente reflejado en el género literario gengaku bungaku (literatura de la bomba atómica), escrito por los supervivientes de la masacre. Hablamos de la absoluta imposibilidad de sentir culpa por la muerte de 140000 personas, de sentir el dolor de 140000 hombres y mujeres barridos de golpe. Esta desproporción se aborda de forma explícita en las reflexiones del filósofo polaco Günther Anders (1902-1992) y, también, de una forma sutil en la aparición de la danza Butoh, una danza japonesa nacida en los años posteriores al horror de 1945.
El simple acto de apretar un botón provoca la desaparición de 140000 habitantes de la ciudad nipona. El piloto encargado de sobrevolar Hiroshima no es capaz de asimilar emocionalmente las consecuencias de sus actos, el superviviente que observa la ciudad devastada, aún erguida apenas unos minutos antes, tampoco es capaz de asimilar el desastre.
Los argumentos de Anders en torno a la técnica y la ética aún laten con fuerza en los discursos filosóficos actuales. Esta desproporción que hemos planteado recibió en su filosofía el nombre de “desnivel prometeico”. Esta idea no aparece expuesta de forma extensa en la obra de Anders, sino de forma intermitente en no pocos textos. El mito de Prometeo nos ha llegado desde fuentes diversas, con algunas variaciones. En términos generales, nos habla de un titán que, ante el hecho de que el resto de los animales habían sido dotados por la divinidad de herramientas para defenderse (garras, dientes, pelaje, etc.), robó el fuego y la técnica para nosotros. Estos dones permitieron al hombre tomar las riendas de su propio destino, escapar de las determinaciones naturales y edificar su propia senda (humanistas como el italiano Giovanni Pico della Mirandola (1463-1494) usaron esta tesis para ensalzar al hombre). Sus capacidades, sin embargo, pueden elevarlo hacia la divinidad o hacerle degenerar hasta el estadio animal. Su inteligencia se torna un arma de doble filo. Cada una de nuestras facultades posee, en boca de Anders, “una relación particular en cuanto a la magnitud y escala” y “sus límites de rendimiento”. Por mucho que podamos planificar un atentado monstruoso, nuestra imaginación no estará a la altura, quizás, de la magnitud de lo planificado. Llega un punto a partir del cual nuestras facultades no pueden seguir rindiendo: no somos capaces de llorar y sentir la muerte de un millón de hombres, nuestro sentir se agota en casos menores, quizá no podamos más que afligirnos verdaderamente por la muerte de un solo hombre. El mundo tecnificado que habitamos, y ahí se erige la crítica de Anders, ha sobrepasado en magnitud, con creces, a lo que nuestras facultades nos permiten asimilar. Nuestra fabricación técnica, acelerada, ha acabado por generar un monstruo imposible de aprehender dadas nuestras limitaciones congénitas. Anders se cartearía con el piloto Claude Robert Eatherly (1918-1978), cuyo avión, el Straighy Flush, realizaría apoyo directo durante el ataque nuclear a Hiroshima.
Los argumentos de Anders en torno a la técnica y la ética aún laten con fuerza en los discursos filosóficos actuales. Esta desproporción que hemos planteado recibió en su filosofía el nombre de “desnivel prometeico”.
El dolor sufrido en Hiroshima y Nagasaki estuvo en la base de numerosas representaciones artísticas y literarias que tratarían de dar voz al trauma colectivo nipón. De entre el amplio abanico de expresiones culturales surgidas tras la catástrofe cabría destacar la danza Butoh, creada por los coreógrafos Tatsumi Hijikata (1928-1986) y Kazuo Ohno (1906-2010). El Butoh constituye un ejercicio de búsqueda del cuerpo, emancipado de la dependencia a la palabra escrita y hablada, que recoge sin tapujos la crueldad, el horror y la devastación tan asentadas en el imaginario de los japoneses en los años 50. Cuando asistimos a una representación de Butoh vemos un cuerpo despojado de florituras, en un continuo retorcimiento grotesco, vemos una danza en busca de la expresión del dolor humano. En el Butoh, además, se atisba la desesperación del que es incapaz de asimilar, del que extiende las manos sumido en la confusión y se bloquea ante la imposibilidad de que sus huesos y músculos den cuenta, con veracidad, de aquello que el hombre ha sido capaz de hacer y de sufrir.
El Butoh y Anders son casos distantes, pero podemos considerar que en sus respectivos discursos se asalta con sutileza ese “desnivel prometeico”, esa imposibilidad absoluta, quizás irreversible a partir del suceso de 1945, de asimilar adecuadamente aquello que nuestra técnica es capaz de provocar. El hombre, desde mitad de siglo pasado, se ha visto condenado a la misma mirada del niño que, con un simple golpe a la pelota, rompe el jarrón más caro de la casa. Esa incertidumbre es ya nuestra y quizás no podamos dar vuelta atrás.
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