Si hablo de “contrapartidas astronómicas” quizás algún lector piense que una de las partes ha pedido demasiado dinero durante una negociación. Pues no. Hablo de algo, por supuesto, mucho más interesante.
Hoy en día es común para los astrónomos observar el cielo con diferentes instrumentos y en diferentes bandas del espectro. Los telescopios habituales utilizan luz visible o rangos similares, como pueden ser el ultravioleta y el infrarrojo cercano. Otros detectan radiación de alta energía (rayos X y gamma, por ejemplo), o de muy baja energía (como ondas de radio y microondas). Otros aún más singulares utilizan partículas, como neutrinos o rayos cósmicos.
Un rasgo común de muchos de estos telescopios “peculiares” es que no tienen una gran precisión a la hora de señalar la procedencia de sus detecciones. Así, no es extraño que un astrónomo encuentre un aviso de que “algo interesante” ha ocurrido en el cielo, emitiendo por ejemplo un chorro de rayos gamma o un brote de ondas de radio… “más o menos en esa dirección”, acompañado de un agitado virtual de la mano que señala hacia arriba. Pero en esa zona del cielo pueden ser visibles, sin exagerar, miles de estrellas y galaxias. ¿Cómo reconocer cuál es, entre todas, la fuente responsable? ¿Qué proceso se sigue para seleccionarla?
Esta caza es lo que los astrónomos conocen como la “búsqueda de la contrapartida óptica” de una fuente. Se practica desde los años 60, cuando misteriosas fuentes de radio en el cielo fueron finalmente identificadas con objetos aparentemente estelares—de hecho “cuasiestelares”, lo que hoy conocemos como cuásares. Hoy es común la caza de contrapartidas visibles de las explosiones de rayos gamma (GRB) detectadas rutinariamente por satélites en órbita y rastreadas por telescopios especializados desde tierra.
El 17 de agosto de 2017 los detectores LIGO y VIRGO anunciaron que habían detectado una señal de ondas gravitacionales, bautizada como GW170817. Sólo dos segundos más tarde, el satélite Fermi de la NASA anunció que había detectado una explosión GRB de tipo “corto” (duración de unos pocos segundos), a la que se refirió como GRB170817A. Aunque ninguno de ellos podía definir con precisión el lugar del cielo donde había ocurrido, parecían estar de acuerdo en la zona señalada. Y la coincidencia temporal hacía pensar que realmente podía tratarse del mismo fenómeno.
¿Por qué sería interesante? En realidad era ya la quinta detección de ondas gravitacionales, y en todos los casos anteriores se había tratado de fusiones de agujeros negros. Pero un agujero negro, por definición, no deja escapar luz de ningún tipo. Si en este caso se habían emitido los rayos gamma detectados por Fermi, quizás se trataba de algo diferente, y los modelos aplicados a los datos de LIGO sugerían que debía ser así. El estallido había ocurrido muy cerca (en escalas cósmicas) y podía ser el resultado de la colisión de dos estrellas de neutrones, objetos relativamente ligeros. Precisamente este tipo de eventos era el favorito de los teóricos para explicar el origen de los GRBs cortos. ¿Sería posible encontrarlo en el cielo y estudiarlo en detalle? ¿Podríamos, por primera vez, combinar datos obtenidos utilizando el espectro electromagnético y la nueva herramienta que nos ofrecen las ondas gravitacionales?
Cientos de astrónomos en todo el mundo salieron de su sopor (no olvidemos que era el 17 de agosto) para activar docenas de telescopios e instrumentos hacia la zona del cielo en la que esperaban ver algo nuevo, diferente, ausente hasta ese momento. No era fácil: la combinación de las señales de FERMI e Integral definía un área de unos 100 grados cuadrados en el cielo, y los datos de LIGO y VIRGO a su vez definían un área de unos 30 grados cuadrados, comprendida dentro de la anterior. Corresponde a una zona cuadrada del cielo cuyo lado mide 10 lunas llenas una junto a otra. No parece gran cosa, pero incluiría millones de galaxias si lo observamos con un telescopio de tamaño medio. Para completar la dificultad, ese área estaba próxima a la posición del Sol, por lo que los telescopios sólo podían observarla cada día durante poco más de una hora, justo al anochecer.
Los astrónomos decidieron fiarse de los modelos de LIGO: si la explosión ocurrió cerca de nosotros, debió ser en una galaxia cercana, brillante, y aparentemente grande. Por tanto se lanzaron a observar en primer lugar esos objetos (unas pocas decenas en el área de interés). Doce horas después del anuncio de LIGO la colaboración 1M2H (“One-Meter Two-Hemispheres”) cantó bingo: habían detectado una nueva fuente, nunca observada anteriormente, en las afueras de la galaxia NGC4993. De modo casi inmediato todos los telescopios ópticos que apuntaban a la zona, grandes y pequeños, concordaron: ellos también veían la pequeña fuente de luz, que se convertiría a lo largo de los siguientes quince días en el objeto más interesante de todo el cielo—hasta que su progresivo oscurecimiento, al apagarse las brasas de la explosión que le dio origen, lo llevara a la desaparición.
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