ROSALÍA CID – Hoy en día, todos estamos familiarizados con el láser y sabemos de sus innumerables aplicaciones en la ciencia, la industria electrónica, la tecnología de la información, la medicina, el ocio… e incluso otros campos más aciagos como el militar. Desde los escáneres de códigos de barra del supermercado, pasando por nuestro reproductor/grabador de CD’s, la impresora láser, el puntero láser, las cortadoras y soldadoras láser… hasta la cirugía no invasiva, el desarrollo del láser ha supuesto una gran revolución.
El láser, cuyo acrónimo responde a Light Amplification by Stimulated Emission of Radiation (amplificación de la luz mediante emisión estimulada de radiación) es un aparato que emite un haz de luz (o más generalmente, radiación electromagnética) muy coherente. Lo que esto significa es que se trata de un haz muy confinado o dirigido, que su luz es prácticamente monocromática (tiene una única “frecuencia”, es decir, una energía muy definida) y los fotones que lo componen están excepcionalmente sincronizados, de modo que permiten que el haz no se destruya a lo largo de una gran distancia (conocida como longitud de coherencia). Todo esto lo diferencia notablemente de otras fuentes de luz habituales, ya sean naturales o artificiales, donde la luz no es dirigida, sino que se propaga en todas las direcciones, ni es monocromática sino que se compone de cualquier energía dentro de un intervalo y su devastación al aumentar la distancia es notable.
Los primeros láseres ópticos fueron desarrollados hará poco más de 50 años, aunque el principio del láser tiene casi un siglo y se lo debemos a Albert Einstein, quien ya postuló la emisión estimulada. Ésta consiste en un fenómeno cuántico en virtud del cual se puede extraer radiación de átomos o moléculas, estimulando transiciones en ellos con fotones de una cierta energía a los cuales se acopla la radiación emitida. Y es que Bohr nos enseñó que los electrones en los átomos tienen una serie de estados accesibles muy concretos, como peldaños en una escalera, y pasan de uno a otro absorbiendo o emitiendo en forma de radiación la energía exacta que los diferencia –algo así como la diferencia de altura entre los peldaños, pues no podemos estar en el escalón tres y medio, sino en el tercero o en el cuarto–.
En los láseres convencionales, los átomos que radiarán se sitúan entre dos espejos, uno de los cuales es parcialmente reflectante para que deje pasar el haz y cuando los fotones incidentes arrancan algún electrón o los “excitan” a niveles superiores, otro electrón puede pasar a ocupar el hueco, emitiendo radiación en el proceso de una energía muy bien definida en la misma dirección del fotón incidente y acoplada con éste. Como sucede con la propagación de las modas o de la opinión pública en nuestra sociedad, éste estimula a los átomos vecinos a emitir fotones de la misma energía y así se genera un efecto dominó que amplifica enormemente la radiación.
Ahora bien, los láseres desarrollados hasta la fecha operaban en el rango visible, en infrarrojo, en ultravioleta o en rangos energéticos aún inferiores como las ondas de radio o las microondas (conocidos como máseres). Esto no son más que distintas “ventanas” de energía de la radiación electromagnética. Lo que ha conseguido un grupo de científicos del departamento de energía del Stanford Linear Acelerator Center (SLAC) de EEUU es crear el primer haz láser atómico de rayos X (cientos o miles de veces más energéticos que la luz visible y algo que permanecía como un sueño desde la invención del láser). De este modo, se ha conseguido producir el pulso de rayos X más puro y corto hasta la fecha, con una duración de femtosegundos (la milbillonésima parte de un segundo, es decir, aproximadamente habría tantos femtosegundos en un segundo como segundos en unos cien mil millones de años). El estudio fue publicado en la prestigiosa revista Nature a finales de enero.
La emisión estimulada en este rango de energías ha sido posible gracias al uso de pulsos de rayos X extraordinariamente rápidos e intensos como los que se generan en el Linac Coherent Light Source (LCLS) del SLAC National Accelerator Laboratory, en la Universidad de Standford. El LCLS es el láser de rayos X más potente del mundo en la actualidad y está operativo desde 2009, pero aunque se denomine láser porque la radiación que emite tiene una gran coherencia, no se basa en el principio de emisión estimulada. Se trata, pues, de lo que se conoce como láser de electrones libres (FEL por sus siglas en inglés, o XFEL si la radiación que emite está en el dominio de los rayos X) y no tiene nada que ver con algo como un pequeño y manejable puntero láser, sino que depende de un gigantesco acelerador de partículas de unos 3 kilómetros de largo. Ya detallaremos cómo funcionan estos “superláseres” en una próxima entrega.
Pues bien, con los potentísimos y ultracortos haces de rayos X procedentes del LCLS se bombardeó gas neón, consiguiendo arrancarles a muchos átomos un electrón de sus capas internas y permitiendo que otros electrones de niveles superiores cayesen a ocuparlos y emitieran un fotón en el proceso. Uno de cada 50 de estos electrones emite un fotón de rayos X y a partir de ahí comienza la avalancha típica de la emisión estimulada.
¿Y en qué aventaja este láser atómico al ya existente LCLS? Podemos preguntarnos. La respuesta es que el LCLS, al tratarse de un XFEL, no está exento de cierto “ruido”, mientras que el láser atómico, al funcionar en base a un principio mecanocuántico, es perfectamente monocromático y sus fotones están totalmente sincronizados, a parte de que sus pulsos son incluso más cortos.
Las siguientes preguntas que nos hacemos son: ¿pero para qué nos sirve un láser de rayos X? ¿y qué ganamos con esos pulsos tan cortos y puros?
Respecto a la primera cabe decir que los rayos X tienen la longitud de onda perfecta para “ver” el mundo nanoscópico y resolver la estructura de los átomos, moléculas… que con un microscopio óptico no alcanzamos a distinguir y tanto mayor será la definición de la imagen cuanto más monocromático sea el haz.
Por otra parte, debemos tener en cuenta que el mundo nanoscópico está inmerso en un continuo frenesí. El ritmo de ejecución de las sinfonías y danzas protagonizadas por los átomos en vibración, las reacciones químicas o las moléculas biológicas es tan convulso que sería completamente imperceptible para nuestro cerebro y su lento tiempo de reacción. En cambio, con haces de femtosegundos tenemos la herramienta ideal para convertirnos en nanocineastas y filmar detalladísimas películas moleculares en stop motion. Casi un siglo y medio después de que el fotógrafo Eadweard Muybridge usara esta técnica, gracias a la cual fue posible el famoso estudio de la propulsión del caballo en carrera y que tan interesantes frutos ha dado en el cine, ahora tenemos la oportunidad de llevarla al límite para capturar los pormenores del ultrarrápido mundo molecular.
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