Nadie nace sabiéndolo todo. La humanidad, como conjunto, no es una excepción: desde que empezamos a explorar nuestro entorno en busca de sustancias que nos hicieran la vida más fácil, hemos aprendido a base de prueba y error que algunas de esas cosas no son tan buenas como habíamos pensado en un primer momento.
Y una de ellas es un elemento químico llamado antimonio.
Hoy sabemos que la exposición al antimonio a corto plazo puede provocar todo tipo de efectos molestos (como dolores de cabeza y abdominales, cólicos, úlceras bucales y mareos) y que el panorama no mejora cuanto más tiempo se pasa en su presencia porque llega a producir enfermedades crónicas del corazón, los pulmones o del tracto intestinal.
El problema es que muchos de estos efectos nocivos no se cuantificaron hasta hace relativamente poco y, mientras tanto, la humanidad ha estado utilizando el antimonio para hacer lo que hoy en día se consideran auténticas barbaridades.
Por ejemplo, parece que los egipcios fueron los primeros en utilizar este elemento en su día a día. En su caso molían estibina, un mineral que se forma por la combinación de antimonio con azufre en el interior de depósitos hidrotermales, para producir un pigmento negro que utilizaban para delinear el contorno de sus ojos.
Aplicarse antimonio en la cara con frecuencia no es una idea especialmente buena, pero la práctica se volvía aún más peligrosa cuando se sustituía la estibina por galena, un mineral más abundante y económico, de color parecido, pero basado en el plomo.
Más allá de la cosmética, existe un efecto nocivo del antimonio al que la gente tenía un cariño especial en la antigüedad: sus propiedades eméticas. O su facilidad para hacerte vomitar, que es lo mismo.
Las llamadas copas antimoniales eran muy populares en la antigua roma. Conociendo su nombre en latín, calices vomitorii, es fácil deducir que se trataba de unas copas hechas de antimonio que te hacían vomitar al beber de ellas. El mecanismo era sencillo: se vertía vino en su interior y se dejaba reposar durante un día para que el ácido tartárico de la bebida reaccionara con el antimonio de las paredes de la copa, produciendo antimonio tartarizado que se disolvía en el líquido y terminaba en el estómago de quién lo ingiriera, haciendo que todo lo que había consumido volviera a salir por donde había entrado.
“Gracias” a estas copas, los romanos eran capaces de dar rienda suelta a su gula en los banquetes sin miedo a reventar: cuando estaban tan llenos que no podían comer más, daban un trago a sus copas de antimonio y hacían sitio para más comida. La costumbre podría haber tenido sus riesgos porque, al parecer, el efecto emético de una sola copa podría haber provocado hasta tres muertes durante el siglo XVII en Inglaterra.
Pero existían otras maneras de purgarse con antimonio que eran más… Pintorescas.
Las pastillas de antimonio tenían un efecto parecido al de las copas antimoniales pero, en este caso, se ingería una bola hecha de antimonio que recorría el tracto intestinal, provocando los efectos deseados.
La cantidad de antimonio que se disolvía y absorbía durante este proceso era minúscula, así que la pastilla salía prácticamente intacta por el otro extremo del sistema digestivo. De hecho, la masa de metal se desgastaba tan lentamente que los miembros de una misma familia solían utilizar la misma pastilla durante toda su vida e incluso la pasaban a la siguiente generación. Si os estáis preguntando cómo funciona este proceso, os dejo con las palabras de una guía médica americana de 1907: “La bala se excretaba, se recuperaba de entre las heces y se usaba una y otra vez”.
No suena muy higiénico, pero el antimonio era bastante popular como un remedio para el malestar intestinal. De hecho, se cree que la exposición crónica a este elemento podría haber contribuido a la muerte de Napoleón, ya que sus médicos se lo administraban a menudo en forma de enemas para aliviar las náuseas y vómitos que padecía con frecuencia.
En cualquier caso, parece que la humanidad ha aprendido la lección y, hoy en día, su ingestión ya no se encuentra entre sus aplicaciones más populares.
En la actualidad, este elemento se utiliza principalmente en la forma de trióxido de antimonio como retardante de las llamas y, aunque el plomo se utiliza cada vez menos debido a su toxicidad, se ha mezclado con antimonio durante mucho tiempo para aumentar su dureza. Pero, más importante aún, con la llegada de los circuitos integrados y la demanda de materiales semiconductores, el antimonio ha encontrado un nuevo nicho como elemento dopante en los microchips y procesadores que llevan nuestros dispositivos electrónicos, permitiendo que leáis este pequeño fragmento sobre su curiosa historia.
Al final, de una manera u otra, ya sea en el interior de nuestros cuerpos o en el de nuestros ordenadores, el antimonio nos ha acompañado de una manera u otra a lo largo de la historia. Como dice Sam Kean en su libro de historia de la química, La cuchara menguante, “el antimonio tiene la historia más colorida de la tabla periódica”.
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