JOSÉ MIGUEL VIÑAS – La reciente Cumbre del Clima de Durban, en Sudáfrica, ha puesto de manifiesto, una vez más (y van diecisiete Conferencias de Naciones Unidas sobre este asunto desde 1995), la falta de consenso entre los distintos países en materia de cambio climático. Los científicos con sus informes urgen a los políticos a tomar decisiones, que estos, de momento, no adoptan, pues carecen de la visión global que exige el asunto. El mundo cálido y de clima más extremo que vaticina el IPCC se sigue viendo como algo un tanto nebuloso y a largo plazo, lleno de incertidumbres, que no supone una amenaza inminente para los distintos mandatarios.
Tan sólo los gobernantes de algunos pequeños estados insulares, cuyas islas apenas sobresalen unos pocos palmos por encima de la superficie marina, están pidiendo a gritos la puesta en marcha de medidas urgentes para limitar las emisiones, lo que, previsiblemente, nos llevaría a un escenario en el que la subida del nivel del mar –inducida por el calentamiento global– no sería tan destacada como la que marcan algunas proyecciones climáticas, que condenan a la desaparición bajo las aguas a muchas de esas pequeñas islas y atolones.
Aunque la complejidad del sistema climático impide conocer con certeza cuál será la evolución del clima terrestre durante las próximas décadas, de lo que sí que estamos seguros es que nuestras actividades están influyendo decisivamente en el comportamiento observado y cada vez modularán más el clima sino cambiamos nuestros hábitos. No se pueden desligar las crecientes emisiones de gases de efecto invernadero –con el CO2 a la cabeza– con la tendencia al alza de la temperatura; una tendencia global e indiscutible, a pesar de los altibajos que muestran las gráficas, inherentes al propio clima. Desde 1750, año en que podemos situar el inicio de la Revolución Industrial, el contenido de CO2 en el aire no ha parado de crecer, siendo en la actualidad un 39% mayor que en la referida fecha (389 ppm frente a 280 ppm).
De seguir quemando petróleo y carbón al ritmo actual o mayor, los citados ciclos podrían llegar a colapsarse, lo que nos llevaría a un punto de no retorno de consecuencias imprevisibles.
Algo más de la mitad del CO2 que emitimos al aire es absorbido por la atmósfera, donde actúa como gas invernadero. El resto se reparte casi a partes iguales entre el océano y los suelos (principalmente a través de la vegetación). Nuestras emisiones de CO2 han ido desajustando los dos ciclos naturales del carbono que existen en nuestro planeta, lo que ha tenido su reflejo en la subida de la temperatura.
Con el clima fuera de control, sin capacidad alguna para actuar sobre él, las condiciones de habitabilidad podrían verse seriamente amenazadas. Aunque todo esto suena muy catastrófico, los especialistas en clima advierten que si la temperatura media planetaria supera en un par de grados centígrados –2.5 ºC a lo sumo– el valor que suele usarse como referencia, entonces el sistema climático entrará en una dinámica muy peligrosa para nuestros intereses, siendo demasiado tarde para adoptar medidas correctoras.
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