Mi estancia en la BAE (Base Antártica Española) Juan Carlos I, en la isla Livingston, con motivo de mi participación en la XXXI Campaña Antártica Española, me ha permitido conocer no solo a científicos y técnicos que destacan en sus respectivos campos y actividades, sino a grandes personas y no lo digo solo por su estatura, aunque en el caso del científico del que quiero hablaros, es uno de sus rasgos físicos más destacados. Se trata de Javier Etayo, un liquenólogo de casi dos metros de altura que desborda humanidad.
El mundo de los líquenes era para mí un gran desconocido hasta que viajé a la Antártida y coincidí allí con un nutrido grupo de especialistas en la materia, entre los que se encontraba Javier, ya que fue el colectivo de científicos más numeroso en la BAE Juan Carlos I durante la segunda fase de la campaña. Para conocer su trabajo, les acompañé a varias excursiones por distintos lugares de la isla, donde tomaron muestras de las distintas especies que hay en aquel inhóspito lugar, donde ningún árbol ni arbusto tiene la mínima oportunidad de sobrevivir. Los líquenes sí que lo consiguen, lo mismo que algunos musgos, algas y hongos, formando colonias que tiñen de color verde pequeñas zonas de aquel pedregoso terreno, lo que los liquenólogos llaman cubiertas criptogámicas.
El trabajo de campo de un liquenólogo es parecido al de un detective o un CSI buscando huellas. Dotados de una lupa de muchos aumentos y con ayuda de un pequeño foco de luz que llevan algunas incorporado, acercan sus rostros a las piedras tapizadas de esa microbiota y se dedican a identificar los líquenes que van localizando, descubriendo también especies nuevas, que terminan catalogando. En esto último –la taxonomía– Javier destaca y mucho. Es un gran “cazador de tesoros”, ya que tiene en su haber algo más de 350 especies y casi 40 géneros de hongos liquenícolas y líquenes de todo el mundo, lo que le convierte en uno de los botánicos españoles que más especies vegetales ha catalogado a lo largo de la historia.
A lo largo de su vida, Javier Etayo Salazar (Pamplona, 1959) no solo ha alcanzado la excelencia como biólogo; también logró importantes éxitos deportivos, ya que fue jugador profesional de baloncesto. En los años 80, compitió en la cancha con figuras consagradas de ese deporte, como Fernando Martín, Epi, Iturriaga, Romay o Corbalán, entre otros grandes jugadores de aquella hornada que, capitaneados por el recordado Antonio Díaz Miguel, lograron la plata olímpica en los Juegos Olímpicos de Los Ángeles (1984). Gracias a aquel hito, el baloncesto en España dio un salto cualitativo, convirtiéndose en el deporte de equipo que más éxitos ha dado a nuestro país.
Javier formó parte de la Selección Nacional Junior durante los años 1977 y 78, y algo más tarde –en la temporada 82-83– jugó en primera división con el Baskonia de Vitoria, firmando una de las estadísticas de rebotes y canastas mejores de la liga. Su carrera como deportista profesional fue corta por culpa de las lesiones, lo que le hizo volcarse en su otra gran vocación temprana: la Biología, y en particular en los líquenes. Ya desde niño, Javier mostró un gran interés por la naturaleza, lo que le llevó a estudiar la carrera de Biología en la Universidad de Navarra (UNAV), licenciándose justo antes de ser fichado por el Baskonia. Aquel joven biólogo dio el salto al baloncesto profesional, pero siguió formándose en lo suyo. En Vitoria, compaginaba los entrenamientos con escapadas por los montes alaveses para tomar muestras y con sesiones de estudio y taxonomía en el Museo de Ciencias Naturales de Álava. A los 27 años, muy a su pesar, tuvo que dejar el baloncesto, pero inició una nueva etapa profesional que le ha ido brindando muchas otras alegrías.
Volvió a la UNAV, donde ejerció la docencia y se doctoró en 1989, con una tesis sobre los líquenes epifitos de la montaña de Navarra. Poco tiempo después, aprobó unas oposiciones de profesor de secundaria en la Comunidad Foral de Navarra, y desde entonces da clases de Biología, ejerciendo como profesor en el IES Zizur de Pamplona. Esta es otra de las singularidades de Javier Etayo, ya que su inmensa labor taxonómica, particularmente valiosa en el campo de los hongos liquiénicos, y reconocida mundialmente, no la ha ejercido desde ningún departamento de Universidad, ni desde una institución científica. Sus campañas, como la de este año a la Antártida o las que ha llevado a cabo por diferentes países americanos, las compagina con sus clases en el instituto, teniendo que pedir permisos sin sueldo cada vez que le invitan a participar en alguno de esos viajes de investigación. El laboratorio en el que Javier analiza las muestras que recoge lo tiene en su casa, algo que me comentaba que es común entre liquenólogos de otros países, pero que aquí no se estila.
Javier Etayo ha firmado cerca de 200 publicaciones científicas y cuenta ya en su haber con 15 libros o capítulos de libros. Paradójicamente, su condición de profesor de instituto le impide formar parte de tribunales de tesis. Es un referente mundial en la catalogación de la flora de hongos liquiénicos de la Cordillera Andina, donde ha descubierto muchas especies nuevas. Seguro que cuando observe con su microscopio las muestras que se trajo de la Antártida, añadirá alguna especie no catalogada hasta la fecha a larga lista de ellas que ha aportado. Fue un lujo compartir aquellas semanas de febrero y marzo en la Antártida con Javier y con los demás liquenólogos, también expertos taxonomistas mundiales. Javier fue invitado a participar en la campaña antártica por Leopoldo García Sancho, Catedrático en la Facultad de Farmacia de la Universidad Complutense de Madrid y otro de los grandes especialistas en líquenes que tenemos en nuestro país. Sirva esta entrada como homenaje a todos ellos. Todos son muy grandes, pero Javier lo es por partida doble.
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