En la Antártida, la actividad científica prima sobre cualquier otra. Cada año, unos 4.000 científicos –en números redondos– de todos los rincones del mundo, llevan a cabo allí sus investigaciones, diseminados en las diferentes bases que hay en aquel vasto territorio. España culminó el pasado mes de marzo su XXXI Campaña Antártica, en la que he tenido ocasión de participar.
Dicha circunstancia me ha brindado la oportunidad de convivir durante tres semanas con un nutrido grupo de científicos de nuestro país y de otras nacionalidades, lo que ha coincidido, además, con la puesta en marcha de los nuevos módulos de la Base Antártica Española (BAE) Juan Carlos I, en isla Livingston.
Cada año, el Comité Polar Español selecciona los proyectos científicos que participarán en la campaña siguiente. Algunos son de largo recorrido, ya que dan continuidad a estudios iniciados hace ya muchas campañas, como las observaciones meteorológicas, geomagnéticas o sismológicas en los entornos de las bases, que han ido permitiendo contar con series de datos largas y representativas de aquel remoto lugar. También son duraderos en el tiempo el estudio de los glaciares Johnsons y Hurd, en las cercanías de la BAE Juan Carlos I, las investigaciones de pingüinos en isla Decepción –con el biólogo Andrés Barbosa a la cabeza–, los estudios geomorfológicos o los de microbiología que se llevan a cabo en la península Byers, en el extremo occidental de la isla Livingston; una zona especialmente protegida de gran interés científico.
La Campaña 2017-2018 acogió un total de 16 proyectos científicos, financiados por la Agencia Estatal de Investigación, a los que hay que sumar el apoyo que nuestro país dio a otros 5 proyectos de otros países, que también se llevaron a cabo en el entorno de las Shetland del Sur, que es donde España tiene sus dos bases y por donde el BIO Hespérides navega durante las campañas, llevándose a cabo también en él actividades científicas. En total participamos 230 personas, de los que 122 fueron investigadores.
Mi estancia en la BAE Juan Carlos I tuvo lugar durante la segunda fase de la campaña, entre el 22 de febrero y el 11 de marzo del presente año. En todo ese tiempo, estuvimos en la base 43 personas, de las que 27 eran científicos ligados a distintos proyectos. Los liquenólogos formaban el grupo más numeroso, lo que me permitió conocer cosas muy interesantes sobre las formas de vida más extremófilas de la naturaleza, capaces de sobrevivir en un entorno tan hostil como el antártico.
A mi vuelta a España, un conocido me dijo que si estar en la base no fue una experiencia como “Gran Hermano”. En ningún momento tuve allí la sensación de estar encerrado ni vigilado, pero la gran diferencia fueron mis compañeros de “encierro”, ya que no todos los días se convive con un grupo de científicos de primera línea, algunos de ellos expertos mundiales en lo suyo, con historias personales apasionantes. Gente generosa a la hora de compartir vivencias y conocimiento, algo que es extensible al personal técnico de la base: los guías de montaña, el personal de mantenimiento o los tres danis (el médico, el cocinero y el ayudante de cocina).
Tuve como compañero de habitación al glaciólogo Ricardo Rodríguez (UPM), a quien acompañé uno de los días a la zona glaciar más cercana a la base –el llamado lóbulo BAE– y a una zona algo más alejada del glaciar Hurd–, donde efectúo una de sus tareas rutinarias: la georreferenciación de las estacas de madera que tienen allí colocadas, y en otros enclaves de aquellos glaciares antárticos, lo que permite tenerlos monitorizados y conocer cual es su dinámica, si ganan o pierden hielo y la velocidad a la que se desplazan. Son ya muchos años tomando medidas, lo que ha permitido a los glaciólogo llegar a una primera conclusión: esos glaciares y otros de las Shetland del Sur y la cercana península Antártica están perdiendo masa desde mediados del siglo pasado, aunque no de forma continua, sino con importantes fluctuaciones, con períodos de tiempo en los que llegan incluso a ganar hielo en algunas zonas.
Despertó también mucho mi interés el proyecto SENTINEL (centinela), que tiene como objetivo detectar la presencia de COVs (Compuestos Orgánicos Volátiles) en aquella zona remota de la Tierra. Coincidí allí con dos jóvenes investigadoras adscritas a ese proyecto: Gemma Casas y Alicia Martinez, que tenían desplegados por distintos lugares de la base y de los alrededores captadores de muestras de aire. También analizaban el suelo y las aguas, a distintas profundidades y en diferentes emplazamientos. Incluso allí, en el fin del mundo, se detectan trazas de esos COVs generados por las actividades industriales ubicadas en el otro extremo de la Tierra, lo que es una clara llamada de atención sobre el problema creciente de la contaminación global.
En próximas entradas del blog entraré en más detalle en algunas de las actividades científicas llevadas a cabo durante mi estancia en la Antártida, y os presentaré a algunos de sus protagonistas; personas con una gran vocación, apasionados de su trabajo, que sacrificaron parte del tiempo libre, de ocio, allí en la Antártida, en pro de sus importantes investigaciones. La ciencia en el fin del mundo es necesaria para mejorar nuestro conocimiento de la Tierra y está en las mejores manos.
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