La neurocientífica expone en la Fundación Cañada Blanch sus líneas de investigación sobre la incidencia del dolor en la drogadicción
“El dolor crónico modifica los patrones de consumo de opioides o de alcohol, poniendo a los pacientes que lo sufren en riesgo de recaída o, en el peor de los casos, de padecer una sobredosis”, afirmó en la Fundación Cañada Blanch la neurocientífica Lucía Hipólito dentro del décimo ciclo “ConecTalks” de conferencias de divulgación científica. El ciclo, dirigido por Vicent Martínez, catedrático de Astronomía y Astrofísica de la Universitat de València, y en el que colabora el Institut de Ciències Fisico-naturals de la Institució Alfons el Magnànim, forma parte del programa de actividades de la Cátedra de Divulgación de la Ciencia establecida entre la Fundación Cañada Blanch y la Universitat.
Lucía Hipólito (València, 1982), que disertó sobre “el duelo del dolor” para exponer las dos grandes líneas de investigación que desarrolla, es doctora en Farmacia especializada en Neurociencia y desde hace tres años mantiene su actividad docente e investigadora en el Departamento de Farmacia y Tecnología Farmacéutica y Parasitología de la Universitat de València .Con anterioridad, elaboró su proyecto postdoctoral en la Universidad de Columbia, que se centró en el estudio del dolor crónico y la adicción a opiáceos, tras realizar estancias en la Universidad de Cambridge y la Escuela de Medicina de Nueva Jersey.
La transmisión del dolor
La neurocientífica valenciana, que centra su actual investigación en los procesos neurales que participan en el desarrollo y recaída en el consumo de drogas, definió el dolor como “una sensación mecánica, como respuesta a un daño tisular producido en un tejido, por ejemplo músculo o hueso, que además conlleva una serie de connotaciones emocionales que produce que su vivencia no solo sea una cuestión física, sino que también haya una serie de vivencias negativas respecto al dolor. De ahí que cuando alguien sufre un dolor crónico, normalmente padece otras patologías como depresión, tendencias suicidas o una sucesión de problemas emocionales que disminuyen su calidad de vida”.
Establecer cómo una sensación física se transmite a otra parte del cerebro, donde se codifica la parte más emocional, es uno de los objetivos que inició en la Universidad de Columbia en el grupo liderado por el Dr. José Morón Concepción -actualmente en la Washington University de San Luís (EE UU)- y que también persigue su grupo de investigación en la Universitat de València en colaboración con Morón. “Estudiamos cómo el dolor físico se traduce finalmente en una situación psicológica que refleja una alteración en los mecanismos cerebrales que regulan la motivación, el refuerzo o el estado afectivo que a su vez organiza las diversas actividades de nuestra vida”, señaló al explicar cómo se produce la transmisión del dolor.
“Una de las primeras cosas que nos interesaba estudiar es porqué el dolor se cronifica cuando muchas veces la lesión producida en un tejido desaparece y, en cambio, el dolor permanece a nivel neurobiológico”, indicó. Un efecto que medianunas neuronas situadas en el asta dorsal de la médula espinal, “que son las que transmiten la sensación dolorosa desde los nervios donde se capta esa sensación hasta el cerebro, para hacer consciente esa sensación dolorosa y a su vez iniciar los mecanismos analgésicos propios con los que contamos en nuestro organismo”, añadió Lucía Hipólito.
Analgésicos opioides y fármacos antiglutamatérgicos
Sin embargo, los mecanismos analgésicos propios no funcionan correctamente porque dichas neuronas, pese a recibir la información analgésica, son incapaces de frenar la comunicación dolorosa, aseguró la neurocientífica, de ahí que la mayor parte de los tratamientos actuales para el dolor crónico intenten detener la actividad de las neuronas que transmiten la información dolorosa mediante diferentes fármacos, fundamentalmente analgésicos opioides y otros agentes bloqueantes cómo los fármacos antiglutamatérgicos, aunque el principal problema de ambos son sus efectos secundarios.
Sobre el tratamiento con analgésicos opioides, que se usan especialmente en Estados Unidos, manifestó que a largo plazo siempre produce un fenómeno llamado tolerancia por el que los pacientes necesitan incrementar poco a poco la dosificación, además de ponerlos en riesgo de adicción. Asimismo, existe un tercer efecto secundario, que es el desarrollo de hipersensibilidad, que produce un efecto rebote que incrementa la sensación dolorosa.
Respecto a los fármacos antiglutamatérgicos, que bloquean el glutamato que activa a las neuronas, -un neurotransmisor que se considera fundamental en el sistema nervioso, ya que es básico mediando en la mayoría de nuestras actividades-, señaló que es un neurotransmisor tan necesario para tantas otras actividades que “cuando lo paramos para paliar el dolor afectamos un millón de otras actividades del sistema nervioso, produciendo entre sus consecuencias más graves paranoia, trastornos del comportamiento o tendencias suicidas”. De ahí que esta clase de fármacos, entre ellos la ketamina, muy conocida por su uso adictivo, no se suelan utilizar por sus efectos secundarios.
Paralizada por falta de financiación
Ante las secuelas que producen los fármacos opiáceos y antiglutamatérgicos, Lucía Hipólito destacó cómo el grupo de investigación en la Universidad de Columbia intentó hallar otro mecanismo que ayudara a detener la transmisión glutamatérgica pero sin usar una dosis tan alta de fármaco para evitar los efectos secundarios. Así, descubrieron la existencia de un mecanismo a través de una regulación de esa actividad glutamatérgica mediante otras moléculas llamadas canales pequeños de potasio, “que modifican –dijo- la activación de estas neuronas de una manera que en principio no deberían afectar tanto a otras áreas del cerebro, ya que administrábamos dosis pequeñas y localizadas en la médula espinal”.
En este caso, lo que se hizo fue inocular una dosis pequeña de ketamina y otra también mínima de un fármaco que abre los canales pequeños de potasio, “y observamos cómo ambos a dosis pequeñas realmente eran efectivos para inhibir la transmisión del dolor, ya que producían efectos analgésicos muy considerables en un modelo animal de dolor inflamatorio”. Pero pese a la obtención de datos que demuestran que ese mecanismo sería válido, Lucía Hipólito lamentó que esa línea de investigación se encuentre actualmente paralizada por falta de financiación. Así que aspectos fundamentales de la investigación como la toxicidad, la dosificación y su funcionamiento en personas habrán de esperar.
Al abordar la adicción, calificó de “epidemia” la dependencia a los opioides que actualmente sufre la sociedad estadounidense, que ocasiona más de 55. 000 muertes anuales, más que la tasa de mortalidad de estadounidenses en la guerra de Vietnam, algo que no ocurre en Europa, en donde se prescriben muchos menos opioides para paliar el dolor crónico. A pesar de esa tasa de mortalidad, la doctora Hipólito aseveró que todavía se desconocen los mecanismos por los cuales el dolor puede afectar al consumo compulsivo de opioides que está relacionado con la adicción.
El llamado “duelo del dolor”
Tras plantear el dolor crónico como mecanismo, la neurocientífica se adentró en lo que considera literariamente “el duelo del dolor” y analizó cómo cuando éste se cronifica puede afectar al procesamiento de los llamados“refuerzos” por los que se guía la conducta de las personas y los animales. Hasta ahora, señaló, nunca se había estudiado si el dolor podía modificar cómo procesamos los refuerzos naturales y los artificiales. Así que su grupo intentó explorar “si el dolor era capaz de modificar la función normal de una serie de áreas del cerebro llamadas sistema mesocorticolímbico, que sopesa los refuerzos positivos y negativos y hace que un individuo adopte la decisión de tomar refuerzos positivos, evite situaciones negativas o realice una conducta determinada para evitar situaciones negativas”.
El resultado fue que se observó que la presencia del dolor inflamatorio reducía la motivación por ingerir azúcar en los animales con dolor, un signo de pérdida de motivación general y de estado afectivo negativo. “Esto se conocía a nivel popular, pero se desconocía que el mecanismo que estaba utilizando el dolor para hacernos sentir de esta manera era un cambio en la función de los receptores opioides situados en esa zona del cerebro”, -explicó-, “un cambio que modificaba la motivación del individuo por el consumo de opioides y que se traducía en una búsqueda de mayores dosis”.
Una situación que puede producir que una persona con dolor vea alterados tanto los patrones de consumo de comida como de opioides y sienta la necesidad de consumir dosis más elevadas de la morfina recetada, -o de oxicodona o heroína, conseguidas en el mercado ilegal- no porque las necesite para paliar la situación dolorosa, sino porque su sistema de motivación lo llama a consumir una dosis mayor, lo que puede llevarla al final a sufrir una sobredosis.
El dolor incrementa el consumo de alcohol
Esta investigación sobre la adicción a los opioides que realizó en Estados Unidos bajo la dirección del español José Morón, la ha trasladado ahora a la Universitat de València, pero al campo de la adicción al alcohol, que también funciona a través de receptores opioides. “El alcohol utiliza los mismos mecanismos, los mismos receptores, las mismas transmisiones en el sistema mesocorticolímbico, el sistema de la motivación y del refuerzo que utilizan los opioides, por lo que suponíamos que podría ser también una droga a la que las personas con dolor pudieran volcarse para aliviar esa situación emotiva, ese duelo que tienen por el dolor”, afirmó Hipólito.
La neurocientífica desveló que, tras analizar con ratas de laboratorio cómo afecta la presencia del dolor a los patrones del consumo de alcohol, o la recaída o a la vulnerabilidad de recaer, se ha observado que la presencia de dolor incrementa el riesgo a la recaída en el consumo del alcohol, algo parecido a lo que ocurría con los opioides. “En animales que ya habían consumido alcohol –explicó- si desarrollaban una situación dolorosa durante la abstinencia, se les incrementaba el consumo de alcohol frente a una recaída y eran mucho más vulnerables a recaer otra vez en su consumo y además a grandes dosis”.
Un hecho que también se ha observado en estudios clínicos con personas en tratamiento de deshabituación alcohólica que, si por alguna razón desarrollaban alguna patología dolorosa que se alargaba en el tiempo, entre un treinta y un cincuenta por ciento recaían en el consumo compulsivo de alcohol tras años de abstinencia. “Ahora mismo, lo que estamos estudiando son los mecanismos cerebrales que nos llevan a esa recaída para poder buscar posibles terapias para este tipo de pacientes abstemios, que sufren una patología dolorosa, con el fin de evitar su recaída en el consumo además de tratar su condición dolorosa”, concluyó Lucia Hipólito”.
Esta crónica fue publicada en la edición digital del diario Levante-EMV el 02-05-2018
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