¡El infinito! Ninguna cuestión ha conmovido tan profundamente el espíritu del hombre.
David Hilbert (1862–1943)
Ortega y Gasset describía al hombre como un ser arrojado al mundo. Nuestra llegada repentina no viene acompañada de un libro de instrucciones, no traemos con nosotros un pequeño panfleto informativo que nos dirija en la comprensión de ese escenario al que hemos sido arrojados. En este panorama, en este aterrizaje brutal, el hombre se verá condenado y bendecido a preguntar, a cuestionarse insaciablemente por él mismo y por aquello que le rodea. Existe una pregunta que resulta prácticamente inevitable cuando el hombre otea fascinado el abismo estrellado sobre su cabeza: ¿qué hay después? Si al niño que plantea esa pregunta se le respondiese, inevitablemente se le estaría invitando a una segunda pregunta: ¿y después de eso? La infinitud del universo constituye un leitmotiv en la historia de las inquietudes de filósofos y científicos.
El primer paso de este breve viaje lo daremos en la Antigua Grecia: Anaximandro, discípulo de Tales de Mileto, buscó en sus reflexiones descubrir la naturaleza del arché, el principio de todas las cosas. Su maestro, considerado el primer filósofo de Occidente, estableció que este elemento primero era el agua. Anaximandro, sin embargo, dio un trato más complejo al arché. En palabras de Diógenes Laercio: “Anaximandro de Mileto, hijo de Praxíades, afirmó que el principio y el elemento es lo ilimitado, sin definirlo como aire, agua o alguna otra cosa …”.
De Arquitas de Tarento, matemático pitagórico que vivió entre los siglos V y IV antes de Cristo, nos cuenta Simplicio que se planteaba si, hallándose en el límite del cielo de las estrellas fijas, podía o no extender su mano fuera. La opción de no poder extender su mano le resultaba absurda, pero el hecho de poder hacerlo anulaba aquel espacio como límite último.
Existe una pregunta que resulta prácticamente inevitable cuando el hombre otea fascinado el abismo estrellado sobre su cabeza: ¿qué hay después? Si al niño que plantea esa pregunta se le respondiese, inevitablemente se le estaría invitando a una segunda pregunta: ¿y después de eso?
No solo los griegos plantearon la infinitud del mundo. Uno de los muchos mitos del Antiguo Egipto que dan cuenta de la historia del universo establece que, en un primer estadio, este no era sino un inmenso océano al que no cabía buscar límites ni arriba ni abajo ni por los lados, no había dimensiones siquiera, solo una profundidad sin límite.
Si bien la infinitud del universo y los conflictos que plantea había constituido, como hemos visto, un terreno común para varios autores de la antigüedad, con Aristóteles, sin embargo, el universo pasa a cerrarse, con límites claros, y será así durante largo tiempo debido a la contundente influencia del estagirita en el pensamiento posterior.
En “Sobre el cielo”, “Física” y “Sobre la generación y la corrupción” expone Aristóteles una cosmología impregnada de tintes platónicos. El universo aristotélico es finito y eterno, y está dividido en dos niveles: el nivel sublunar y el nivel supralunar. El primero de ellos está formado por los cuatro elementos (tierra, agua, aire y fuego) y participa de los procesos de generación y corrupción, el segundo está formado por “quintaesencia”, un elemento incorruptible y eterno, y participa únicamente del movimiento circular perfecto. El nivel supralunar termina en la esfera de las estrellas fijas, límite último del universo.
El universo finito de Aristóteles, engarzado durante la edad media con los dogmas cristianos, constituyó un bastión difícil de asaltar. Giordano Bruno, poeta, astrónomo y teólogo, hubo de considerar que la infinitud de Dios debería trasladarse a su creación. Bruno sería acusado de herejía en 1592 y su afirmación de la infinitud del universo constituiría uno de los cargos de la acusación. Bruno se negó a retractarse de esta y otras ocho proposiciones y fue quemado vivo en el Campo di Fiori, de Roma, el 17 de febrero de 1600.
Un nombre indispensable en esta exposición es el de Thomas Digges (1546-1595), matemático y astrónomo inglés. Digges rechazó en su particular cosmología la idea de la esfera fija de estrellas y postuló un número infinito de estrellas separadas por distancias variables. Digges trató de establecer la paralaje de la supernova observada por Tycho Brahe (1546-1601) en 1572 y acabaría por exponer que esta se encontraba más allá de la Luna. Esto planteaba una revolución frente a la visión tradicional según la cual nada se transformaba en la esfera de las estrellas fijas, ningún cambio se contemplaba en este nivel cosmológico.
Copérnico no se adentró en explicaciones en torno a qué podía haber más allá de la esfera de las estrellas fijas. Digges, sin embargo, se atreve a afirmar que el universo es infinito y que alberga un número también infinito de estrellas. La frase exacta con la que Digges abrió las puertas de esta nueva consideración se encuentra en el capítulo 8 de los apéndices de la revisión que Digges realizó del almanaque estelar de su padre: “this orb of starres fixed infinitely up”.
Con Digges se abrió una fisura firme en el modelo aristotélico y la infinitud del universo empezó a ser considerada con fuerza.
¿Qué dice la ciencia actual?
Es posible que el universo sea, espacialmente, infinito. Sin embargo, en el modelo cosmológico comúnmente aceptado, el Big Bang, el universo nació hace unos 13800 millones de años. Lo que la luz ha podido viajar en ese tiempo se convierte en nuestro horizonte cósmico, todo lo que esté más allá, no obstante, no puede sino limitarse al plano de la especulación. El universo en su conjunto no es, por tanto, aún accesible. ¿Cabe, sin embargo, hacerse una idea del tamaño de este universo? Como explicamos en este vídeo de conec.es con guión de Fernando Ballesteros existe una forma de acercarse a este dato: si miramos el horizonte que se extiende desde lo alto de una montaña, nos será difícil dar cuenta de la curvatura del mismo, no así en un cuerpo mucho más pequeño que la Tierra, como pudiese ser un asteroide. En un pequeño asteroide, como el planeta de El principito de A. Saint-Exupéry (1900-1944), la curvatura del horizonte se hace totalmente evidente, en tanto que se asemeja en tamaño al mismo asteroide. Si el universo observable fuese solo un poco más pequeño que el universo real, su geometría debería presentar una curvatura evidente. Sin embargo, no ocurre tal cosa; esto indica que el universo es mucho más grande que el universo observable. Si bien sabemos esto, no hay forma de establecer, limitados como estamos a nuestro horizonte visual, la magnitud del universo real. Podría ser millones de veces más grande que el universo observable, podría ser infinito, sencillamente no lo sabemos.
Más información: Ver la entrevista de Alberto Fernández Soto aparecida en conec.es
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