SERGIO PARRA – Si en un año ingerimos 1,2 millones de calorías de media, lo haremos de forma desigual: habrá días en que comeremos más que otros, otros días en los que seremos especialmente sedentarios, así como otros en los que haremos mucho ejercicio. Sin embargo, al finalizar el año, podemos estar pesando más o menos lo mismo, porque el cuerpo se encarga de regular el apetito y gastar la cantidad precisa de energía para quedarse exactamente como estaba. Eso implica, incluso, que nuestro cuerpo regula el apetito no solo por el volumen de los alimentos que ingerimos sino también en función de la energía que nos proporcionan.
Así pues, el cerebro recibe señales del cuerpo en las que comunica su peso, y el cerebro, en consecuencia, modula el apetito y el gasto de energía para mantener el peso. Las señales, concretamente, son recibidas por el hipotálamo, una estructura que está en la base del cerebro. Por ejemplo, si se lesiona quirúrgicamente una subregión concreta del hipotálamo de una rata llamada núcleo ventromedial, la rata se volverá obesa al poco tiempo. Si se lesiona otra parte distinta del hipotálamo, el área hipotalámica lateral, la rata acabará peligrosamente delgada. Estos experimentos se han llevado a cabo en una gran variedad de mamíferos con idéntico resultado.
Las personas que han sufrido alguna lesión en el núcleo ventromedial del hipotálamo también aumentan su ingesta de comida hasta volverse obesas.
Pero lo fascinante de esta capacidad homeostática del peso reside en cómo sabe el hipotálamo nuestro peso si no dispone de una báscula para comprobarlo. Hasta 1994 sencillamente no teníamos una respuesta: podía ser por nuestro nivel de glucosa en sangre, por nuestros depósitos de grasa, por nuestra temperatura corporal basal, e incluso por la presión que ejercíamos en la planta de los pies. Pero nadie había conseguido probarlo, hasta que llegó Jeffrey Friedman y sus colegas de la Universidad Rockefeller. Al parecer, el secreto se esconde en la leptina.
En su libro La brújula del placer, el neurólogo David J. Linden explica así el descubrimiento de Friedman con dos cepas de ratones mutantes, una llamada “obesa” y la otra llamada “db”, que se dieron espontáneamente en una colonia de cría:
Las dos cepas de ratones eran extremadamente obesas, un rasgo que transmitían a su descendencia siguiendo una pauta simple de herencia dominante, como ocurre con el color de los ojos. Esto quería decir que la obesidad de los ratones “obesos” y “db” se debía en cada caso a la mutación de un solo gen. Friedman y sus colaboradores estudiaron la acción de esta mutación en los ratones “obesos” y vieron que bloqueaba la producción de una hormona proteica a la que llamaron leptina, que secretan principalmente las células adiposas o grasas. (…) Lo más interesante es que el receptor de la leptina se expresa con fuerza en las neuronas de las áreas del hipotálamo cuya destrucción provoca obesidad o delgadez.
Así pues, la activación de estas neuronas por la leptina, según la hipótesis de Friedman, inhibe el apetito y aumenta el gasto energético. Cuando perdemos peso, el sistema funciona a la inversa: la menor cantidad de grasa reduce los niveles de leptina en sangre.
Una persona con obesidad mórbida a causa de la mutación del receptor de la leptina, pues, empieza a beneficiarse de tratamientos de leptina exógena. La mala noticia es que menos del 1 % de los casos de obesidad se deben a esta mutación: los pacientes que con deficiencia de leptina son estériles, así que resulta difícil que su mutación pase a otras generaciones.
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