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Relatos, The goddamn particle

The goddamn particle (III)


El vacío del mundo

Ilustración realizada por JM Álvarez

J.J GÓMEZ CADENAS – Ya he hablado de aquellos veranos del final de la infancia en los que el Titi me empleaba por unas semanas, durante el verano. Los sábados, me gastaba las propinillas que ganaba en el taller en pagarme la entrada a la Dama de Oro, la discoteca a la que iban mis primos y en la que me colaban, disfrazándome con pantalones vaqueros de perneras siderales y zuecos que aumentaban mi estatura 30 cm, amén de gafas de sol dignas de un piloto de de la RAF. Ni el atuendo ni el pitillo colgando a lo Bogart de la comisura de los labios hubieran engañado a nadie con ojos en la cara, pero el portero de la Dama de Oro se limitaba a mirarme con aquella expresión boba y me dejaba pasar, igual que hubiera dejado pasar a un marciano.

Aquella expresión desangelada y triste, que tan bien captan las líneas de Machado:

Una triste expresión que no es tristeza,
sino algo más o menos: el vacío
del mundo en la oquedad de su cabeza.

A diferencia del gran poeta, el Titi, como buen fabricante de muebles, prefería afirmar que el portero de la discoteca (y sus hijos, y sus empleados y el que suscribe) teníamos la cabeza llena de serrín. El Titi, como Aristóteles, no entendía el vacío, eso que queda cuando quitamos lo demás… pero ¿cómo puede ser algo la ausencia de cualquier otra cosa? El concepto de vacío le resultaba repugnante al filósofo griego que no dudó en extender esa repugnancia a la misma naturaleza, afirmando que la naturaleza aborrece el vacío, el famoso horror vacui con el que comulgaban los filósofos de la edad media.

En 1643 Evangelista Torricelli fabricó un tubo de aproximadamente un metro de largo, selló uno de los extremos, lo llenó con mercurio y lo introdujo verticalmente en un recipiente que también contenía mercurio. La columna de mercurio en el tubo descendió hasta los famosos 76 cm o 760 mm que hoy en día asociamos a la presión atmosférica. Torricelli había inventado el primer barómetro refutando de paso la teoría Aristotélica del horror al vacío, ya que si el tubo estaba previamente lleno de mercurio y este descendía a un recipiente conteniendo mercurio (por tanto no podía ser reemplazado con nada)… ¿qué quedaba en los 24 cm de la parte superior del tubo? Vacío, claro está.

Así quedó establecido que un tubo (y el interior de una cabeza o de cualquier otro recipiente del que se extraiga todo lo demás) podía «contener» vacío sin que a la naturaleza pareciera importarle.
Por otra parte no es de esperar que la nada vibre u oscile y por tanto parece de sentido común que una onda no puede propagarse en el vacío. ¿O sí?

Consideremos el sonido, por ejemplo. Si pulsamos el  do central de un piano, oímos una nota cuyo origen está en el martillete que golpea la cuerda en el interior del instrumento. La cuerda vibra, la vibración se propaga por el aíre, cuyas moléculas se comprimen y estiran transmitiendo la onda hasta nuestro oído. Si pulsamos la misma nota en una habitación de la que previamente hayamos extraído el aíre, no oímos nada: quod erat demonstrandum.

¿Qué pasa entonces con la luz, o más generalmente con las ondas electromagnéticas? En la entrega anterior vimos que un electrón, por el hecho de tener una carga altera el espacio que le rodea, de tal manera que cualquier otro electrón del universo «siente» su presencia. Llamamos a esa alteración campo eléctrico, o más en general (si el electrón está en movimiento) campo electromagnético. Otra manera de decir lo mismo es afirmar que un electrón en movimiento genera una onda electromagnética.

Espectros electromagéticos. Gráfico: JM Álvarez/Metagràfic

Una onda no es otra cosa que una sucesión de crestas y valles (fácil de visualizar sin más que imaginar que tiramos una piedra a un estanque en calma). La distancia entre dos crestas se llama longitud de la onda y el número de crestas por unidad de tiempo frecuencia de la onda. Una forma de clasificar las ondas electromagnéticas es en términos de su longitud de onda (o, equivalentemente, de su frecuencia). Las ondas de radio son ondas electromagnéticas cuya frecuencia varía, típicamente entre de 10 y 100 MHz (megahercios), o lo que es lo mismo el oído recibe entre diez y cien millones de crestas por segundo. La luz también es una onda electromagnética. El espectro visible está alrededor de los 50 millones de MHz, esto es, el ojo recibe 50 billones de crestas por segundo. La longitudes típica de radio se miden en la escala de metros (la longitud de la AM es del orden de 100 metros, la frecuencia modulada unos pocos metros). La longitud de la luz azul es de unos 425 nanómetros (un nanómetro es una millonésima de milímetro), a medio camino entre el tamaño de un virus y el de una bacteria.

Pero si la luz es una onda, ¿cómo es posible que nos llegue desde el sol, o aún más asombroso, desde las estrellas lejanas? A unos pocos kilómetros de la Tierra la atmósfera se enrarece tanto que, para todos los efectos, nos encontramos en un vacío casi perfecto. Entonces: ¿qué vibra, qué oscila, qué se mueve, para que la luz pueda propagarse? Desde luego el sonido no se propaga en el espacio exterior (alguien tendría que explicárselo a los guionistas de películas de Ciencia Ficción, en la Guerra de las Galaxias sobran los efectos sonoros). Entonces: ¿cómo se las compone la luz?

Que la luz nos llega desde el Sol, desde Alpha de Centauri, desde Sirio, de Andrómeda, es innegable, luego debe propagarse en algo. Y ese algo, por cierto, tiene que ser increíblemente etéreo. Las ondas producidas por una piedra que tiramos en un lago se atenúan al cabo de unos metros, amortiguadas por el mismo medio que permite que se desplacen. Lo mismo le ocurre al sonido. Pero nuestros telescopios reciben luz que ha viajado no ya millones, sino miles de millones de años.

Los físicos del XIX, enfrentados a la difícil decisión de aceptar un medio maravillosamente tenue que sustentara a la luz o admitir que las ondas electromagnéticas pueden desplazarse en el vacío, optaron por la primera opción y llamaron éter a la hipotética sustancia que permeaba todo el espacio.

¿Un medio que llena todo el espacio, ubicuo e infinitamente tenue? Así pues, después de todo, la naturaleza tiene horror al vacío y es necesario rellenarlo todo con una substancia prodigiosa? ¿Tenía razón el Titi y la cabeza del portero de la Dama de Oro no estaba vacía sino rellena de un intangible serrín? ¿A nadie le suena el éter a crecepelo maravilloso, a bálsamo de Fierabrás, a promesa electoral? ¿Es posible detectar tan mágica sustancia?

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